lunes, 8 de agosto de 2011

La vaquilla

En términos históricos, se habla de “las dos Españas” al referirse a la pronunciada brecha ideológica existente en la mayoría de la población española desde la segunda mitad del Siglo XIX hasta nuestros días. En cuestiones cinematográficas, podemos ver claramente esa dicotomía al comparar el cine bélico de posguerra amparado por el régimen con la tendencia a las películas-denuncia sobre la Guerra Civil y la posguerra promovidas por sectores progresistas del panorama cultural después de la Transición, y especialmente durante las dos últimas décadas. Sin embargo, para aglutinar todo ese odio irracional, contradicción galopante y retroalimentación tenemos una obra ejemplar que escapa a condicionamientos de una y otra parte, realizada en el momento preciso y con la carga crítica exacta hacia todos. Tenía que ser, como no, Luis García Berlanga el que se encargara de poner las cosas en su sitio en 1986 con La vaquilla. 


            Y es que aquí, todos reciben dardos. La acción nos traslada a un hipotético capítulo de la Guerra Civil donde la necesidad, la envidia y el ansia de quedar unos por encima de otros mueven a una incursión poco ortodoxa y alejada de estrategias militares. En ella nos encontramos, por un lado, un bando republicano desorganizado y chapucero, con soldados que son cualquier cosa menos militares luchando por unos ideales que en realidad no comprenden demasiado y colocan en segundo plano cuando aprietan las privaciones propias del conflicto. Por el otro, los nacionales mucho más profesionales amparados por la Iglesia y los terratenientes, haciendo gala de rancio abolengo y arrogante aire de superioridad. Aún así, unos y otros se confunden sin que dé la impresión de haber grandes diferencias en el fondo. Es la triste ironía de la historia.
            El hilo argumental se encarga de acentuar esa farsa. Con un guión obra del propio Berlanga y el recientemente fallecido Rafael Azcona, y siguiendo la dinámica de sainete cómico establecido por ambos con la trilogía de La escopeta nacional, se convierte en una historia coral con decenas de personajes que van simbolizando los aspectos más caricaturescos de la contienda y quienes la protagonizaron. Lejos de banalizar el conflicto, lo que pretende es poner de manifiesto el sinsentido del mismo y su inutilidad manifiesta al comprobar hoy día que no hemos cambiado mucho. Como un chiste de Gila que durase dos horas, un supuesto surrealismo que sin embargo es como la vida misma.
            La propuesta formal de Berlanga ayuda a mantener una óptica abierta, a fuerza de largos planos secuencia de cuadros amplísimos, con multitud de personajes interactuando en acciones primarias y secundarias que se solapan, creando confusión y revuelo tanto en la acción como en la conciencia del espectador. También ayuda el magnífico trabajo interpretativo de algunos actores con papeles menores pero que denotan la falta de adscripción a ningún valor más que del provecho propio (mención especial para dos secundarios de lujo como Agustín González y Adolfo Marsillach). De hecho, los cinco soldados republicanos en los que recae el peso de la acción se pasan la mayoría del tiempo vestidos con uniformes de sus rivales intentando pasar desapercibidos en territorio enemigo, cosa que consiguen sin demasiadas complicaciones.
            Hay tres momentos clave en el metraje que reflejan con claridad la permeabilidad que podía existir entre ambos bandos (los cuales concretamos conjuntamente David y yo después de volver a ver la película en fechas recientes). Primero, una escena de intercambio pacífico y fructífero para las partes de tabaco y papel de fumar que lleva a dos soldados rasos a pensar que ellos mismos también pueden entrar en el trueque. Luego, el momento en que la patrulla republicana, tras el fallido intento de secuestro en territorio nacional, se está bañando en un arroyo al que también se arrojan sus contrincantes  en busca de refresco; ahí desnudos y en remojo, Alfredo Landa (el brigada) le comentará a José Sacristán (el teniente) que sin uniformes ahí no hay ni enemigos ni nada. Por último, la escena final de despedida cordial entre dos colegas toreros, uno en cada bando, que preguntando por otro de sus conocidos se informan de que ha muerto en Valencia. “¿Un toro?”, pregunta el que recibe la noticia. “El hambre”, contesta el otro mientras niega con la cabeza. De verdad que no somos nadie.
Porque probablemente España no sea un toro, como siempre osamos decir. Nuestro calibre se debe ajustar a nuestros méritos, sin dejarnos cegar por el orgullo, y ahí es donde asoma su asta la vaquilla, nuestras limitaciones, nuestras aspiraciones que se quedan a años luz de nuestros logros. Si quieren saber cómo acaba la pobre bestia, en un alarde metafórico, vean (o vuelvan a ver) esta obra maestra del cine español de los ochenta, no pararán de reír al mismo tiempo que una velada vergüenza patria le salpica la cara. O eso, o echen un vistazo más abajo...
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Fin de la historia


José Miguel Moreno

1 comentario:

  1. Muy buen post, Osemi.

    Es una de las pocas películas sobre la Guerra Civil que no ha recibido críticas por parte de la "Caverna de la derecha".Eso es un síntoma de su ecuanimidad.

    Me encanta el elenco. Todos perfectos en su papel. Encima está mi admirado José Sacristán.

    David W.

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